viernes, 5 de octubre de 2007

Los tres niños vampiros que divagan por los campos sanantoninos


En el año 1945 la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin tras seis años de intensa lucha donde millones de hombres perdieron la vida, sentando el trágico precedente de la muerte en la nueva era humana.

Chile y San Antonio no habían quedado ajenos a las macabras noticias que llegaban desde el extranjero y que evidenciaban una lucha sin tregua en la que nuestro país tuvo que alinearse con el bando de los Aliados, es decir, Europa Occidental y Estados Unidos.

Pero la tragedia no sólo sería un luto para la humanidad, sino que también para aquel ya incipiente puerto de la Quinta Región, nuestro San Antonio querido que ya comenzaba a izarse entre los grandes de Latinoamérica.

Por aquellos años, mediados de la década del cuarenta, en el país se hacían enormes esfuerzos por salir del estancamiento mundial. Por eso ya se trazaban los primeros pasos de lo que hoy se conoce como la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO).

Nuestro San Antonio, con algo más de 17 mil habitantes trataba por medio de la pesca artesanal, la creciente actividad portuaria y por sobre todo, el comercio local abstraerse de los pormenores que habían hecho del año 1945, uno de los más difíciles de la presente centuria.

Sin embargo, aquel 1945 pronto se fue y dio paso a un 1946 lleno de esperanza, desde donde se intentaba sentar los cimientos de una nueva época, donde los hombres encontrarían la paz, donde el comercio sería el puntal del desarrollo, el turismo una fuente importante de ingreso, la pesca una oportunidad para los más arriesgados y el puerto un gigante dormido, pero que tarde o temprano despertaría de su letargo.

Aquel año hubo ciertos hechos como que la administración del gobierno radical de Gabriel González Videla perseguía al Partido Comunista y lo instalaba como una colectividad fuera de la ley. Asimismo, las mujeres cada vez más lograban posicionarse dentro de la sociedad, educándose e instruyéndose para estar a la par con los hombres

En nuestra ciudad, la tranquilidad de los sectores aledaños a la plaza de armas, donde cada tarde se tejía una nueva historia de vida, se entremezclaba con la revolucionada avenida Centenario con los emporios ofreciendo desde charlones hasta cremalleras de distintos colores, lo que impedían que la vida de la época se volviese tediosa.

De las muchas familias que por aquellos años formaban la vida social del sector d Llo Lleo, se encontraban los Kifafi. No obstante, ¿Quiénes eran los Kifafi?

Este enigmático clan familiar es uno de los más tradicionales de San Antonio, pues se han dedicado por años al comercio, precisamente en Llo Lleo. Pero la historia de esta familia da un vuelco evidente el 1 de noviembre de 1946.

Los Kifafi era un familia numerosa, pero quienes destacaban eran los más pequeños Alí, Abdelfacta y Jalil, quienes acostumbraban a hacer suyas las tierrosas calles de la década del cuarenta.

Según los vecinos de aquellos años, estos tres hermanos eran inseparables y muy unidos. Esto, porque el resto de la familia se dedicaba casi por completo a la actividad de compra y venta de productos. En tanto los mayores no los tomaban en cuenta. Por ende este trío, hacía travesuras cada vez que podía.

La tarde del 31 de octubre de 1946, a eso de las 17 horas, Alí, Abdelfacta y Jalil se juntaron con unos amigos mayores, quienes le hicieron una apuesta: nadar por el temido Estero San Pedro. No obstante, de inmediato uno de los hermanos Kifafi se encargó de poner paños fríos abortando la acción: ninguno de los tres sabía nadar.

Pero, la “amabilidad” de uno de los muchachones fue más fuerte, ya que les enseñarían al otro día en el mismo Estero San Pedro. Los Kifafi aceptaron sin reparos.

Muy temprano, ese primer día de noviembre, la familia Kifafi amaneció y comenzó los preparativos para visitar a sus abuelos en el Cementerio Parroquial, ubicado en la parte alta e la ciudad. Sin embargo, los más pequeños: Alí, Abdelfacta y Jalil se negaron a ir, aduciendo que debían disputar un partido de fútbol. Sus padres, Elías Kifafi y Guillermina Álvarez, ni se inmutaron ante lo que consideraron una nueva pataleta de los niños.

Tres y media de la tarde y la casa de los Kifafi en pleno centro de Llo Lleo estaba sólo habitada por los tres niños. Nadie más, nadie quien pudiese detener la génesis de aquella trágica jornada.

Cerca de media hora después los tres hermanos salieron desde su hogar para juntarse con los tres amigos mayores. Además de la pelota llevaban sus trajes de baño escondidos entre sus ropas.

El Estero San Pedro se veía imponente, pocas casas lo circundaban y mucho menos personas pasaban por lugar. Seis seres comenzarían de esta manera a escribir uno de los sucesos más impactantes que tenga recuerdo la provincia de San Antonio.

Mientras los muchachos mayores observaban en la orilla del estero, Alí, quien tenía apenas 7 años, se lanzó para ver cuánto aguantaba flotando. Cinco minutos pasaron y el niño parecía un experto en el agua. Hasta los amigos les sorprendió su capacidad de manejo en el estero.

Pero de un instante a otro, Alí, comenzó a sentirse mal, a tragar agua, a acalambrarse, a no moverse, a gritar, a sollozar y a hundirse. Abdelfacta, el más pequeño de los tres con 5 años, quiso tirarse al agua, pero Jalil de 9, lo hizo primero.

El resultado: el peor de los escenarios. Tanto Jalil como Alí, poco a poco se sumergieron irremediablemente en las fangosas aguas del Estero San Pedro. Al ver esto los tres amigos se dieron a la fuga. Abdelfacta, quien a pesar de ser uno de los menores de la familia (sólo su hermana Fátima de 6 y otra de 3, le seguían), siempre fue osado y no dudó un instante en ir en rescate de sus hermanos.

Cinco de la tarde de aquel 1 de noviembre y el cuerpo de los tres niños, Abdelfacta de 5, Alí de 7 y Jalil de 9 flotaban en lo que sería su última morada en vida.

La noticia rápidamente se difundió entre las personas que pasaban por el lugar. Los Kifafi eran muy conocidos, por lo que no costó mucho identificarlos y darle inmediato aviso a sus padres.

La tragedia se apoderó de todo San Antonio. Uno de los clanes familiares más tradicionales había sido presa de un fatal accidente en uno de los esteros que a menudo causaba problemas de inundaciones en las poblaciones aledañas.

Los funerales de los menores se llevaron a cabo dos días después y casi todos los sanantoninos, quizás por los dramáticos hechos acaecidos y por las consecuencias fatales, colmaron el Cementerio Parroquial aquella fría tarde primaveral.


El comienzo de la verdadera leyenda

Martes 28 de noviembre de 1946. Un agricultor de Tejas Verdes sale a buscar a algunos de sus animales, los que habían estado todo el día pastando. Como buen conocedor del campo y de sus pertenencias, este hombre se da cuenta de que le faltan dos cabritos que recién habían nacido. No les da importancia confiado que llegarán al otro día, pues como caminaban poco, estarían cerca del predio.

Miércoles 29 de noviembre de 1946. Este campesino de quien sólo se conoce su apellido, Márquez, inicia una nueva búsqueda de los animales. Cerca de la playa de Llo Lleo avista unos bultos tirados en el suelo. Márquez se imagina que es ropa, por lo que se acerca para ver en qué estado se encuentran.

Su sorpresa es gigantesca cuando se da cuenta que eran sus dos cabritos recién nacidos quienes yacían si vida en la arena llolleína. Lo raro es que no presentaban ninguna herida, sólo dos pequeños agujeros en sus cuellos.

Así avanzaron los días, las semanas y los meses y más animales aparecían muertos. Curiosamente eran siempre en el mismo sector: entre el Estero San Pedro y la playa de Llo Lleo.

Así comenzaron las suspicacias por parte de los vecinos, quienes aprovechando la conjetura de la muerte de los Kifafi, los culpabilizaron de salir de sus tumbas y chuparles la sangre a los animales. Para todo San Antonio, los Kifafi habían pasado de ser unos inocentes niños muertos por inmersión a unos sangrientos y aterradores vampiros.

La familia, obviamente no dio lugar a los acontecimientos, pues era ilógico que en pleno siglo XX se hablase aún se seres bebedores de sangres. Pero debido a la efervescencia dada en la época y la presión ejercida por la misma familia hacia los padres de Alí, Jalil y Abdelfacta, don Elías y doña Guillermina, aceptaron exhumar los cuerpos de sus pequeños hijos.

Luego de realizados los procedimientos, toda la ciudad se enteró de lo que para muchos eran pruebas irrefutables que los Kifafi salían por las noches a matar animales: sus cabellos estaban más largos, al igual que sus uñas y sus dientes más aguzados. Además sus zapatos estaban gastados en las suelas.

Se inició con ello una suerte de caza de brujas con toda la familia. Los Kifafi debieron recluirse en su hogar de Llo Lleo para no ser objeto de golpes ni ataques por parte de los enardecidos sanantoninos que creían que toda la familia era vampiro.

La noticia trascendió las fronteras de nuestro puerto y eran decenas los periodistas de la época que hacían guardia día y noche en las afueras del Cementerio Parroquial para captar el instante exacto cuando los niños salieran de sus tumbas.

Incluso se desarrollaron romerías desde la Caleta Pacheco Altamirano y la plaza de armas de San Antonio para ir en busca de los vampiros asesinos que atemorizaban a las personas y mataban animales.

Eñ 31 de octubre del 2006 se cumplieron sesenta años desde la muerte de Alí, Abdelfacta y Jalil y su presencia entre los sanantoninos parece incrementarse, pues a menudo rondan los rumores que en la playa de Llo Lleo y en los bosques cercanos al Estero San Pedro se pasean tres niños, con sus atuendos negros, sus zapatos gastados, sus cabellos largos y sus dientes afilados, por las frías noches que acompañan una historia que lejos de disiparse está más presente que nunca.

Especialmente porque hoy es muy probable que cuando alguien divague por el sitio donde encontraron la muerte los menores, se encuentre cara a cara con la leyenda más sombría e intrigante de San Antonio.

Las súplicas y gritos que aún retuercen los pasillos de la ex Escuela 1 de San Antonio


En los albores del siglo XX, Chile se regocijaba por los excedentes del salitre y su crecimiento era superior al de cualquiera de sus vecinos sudamericanos. San Antonio, un pequeño aunque productivo puerto de la Zona Central del país, comenzaba a percibir la atención de todos aquellos navegantes que por una u otra razón recalaban en un pequeño terminal portuario que, dentro de sus ventajas, contaba con estar a sólo tres días de la capital, Santiago.

Superada la violenta Revolución de 1891 y que había terminado violentamente con el periodo presidencial de José Manuel Balmaceda, la nación poco a poco recobraba su tranquilidad y entraba a un periodo político más calmo, aunque no por ello menos conflictivo y complejo.

La población sanantonina veía cómo día a día se sumaba a su fauna parroquiana cientos de extranjeros que, atraídos por las extensas praderas y el verdor de los cerros, hacía suya una morada a pasos del Océano Pacífico.

Cada domingo albergaba las más tradicionales prácticas de la época, como pasear por la Plaza de Armas, comprar en algún emporio para preparar el almuerzo con los amigos o visitar obligadamente la botica cuando uno de los niños de la casa se veía afiebrado.

San Antonio sonreía al paso del progreso de Chile y de una ciudad que a instancias del puerto, sabía que no tardarían en llegar los días en que se acortarían las brechas con los grandes centros urbanos como Santiago o Valparaíso.

Sin embargo, la naturaleza –quizás celosa de esa prosperidad o queriendo decirnos que los humanos no tenemos la capacidad para desafiarla- tramaba un golpe mortal contra nuestra ciudad, la que si bien no fue la más perjudicada, pasará a la posteridad como una de las más significativas por la tragedia que la azotó.

Los sanantoninos despertaron repentinamente la madrugada del lunes 10 de agosto de 1906. Un fuerte movimiento perturbó el sueño de las casi 9 mil personas que habitaban la ciudad. No hubo mayores daños, pero el susto hizo impacientar a quienes valoraban la tranquilidad de una zona extensa en playas y abundante en vegetación.

Durante la jornada laboral de la semana que se iniciaba, se volvieron a sentir ciertas oscilaciones terrestres, las que no dejaban de ser un aviso y permitían intuir que algo asomaba como peligroso. Así continuó el martes, el miércoles y el resto de la semana. Pequeños movimientos telúricos que con el pasar de los días fue aminorando la capacidad de asombro de los habitantes de San Antonio. Para ellos, no era más que “temblorcitos” inocuos.

El domingo 16 de agosto de 1906, todo San Antonio despertó radiante, con un sol que invitaba a salir de las casas y a visitar los sectores cercanos al muelle de pescadores. El peregrinar de los sanantoninos era libre hasta que al mediodía en punto, había una cita inexorable con la fe. La misa dominical vespertina era un compromiso inalterable que ningún parroquiano siquiera pensaba en desobedecer. Familias completas llegaron hasta la iglesia principal de nuestra ciudad, la que si bien no era de las dimensiones de las apoteósicas catedrales santiaguinas o porteñas, era un centro de reunión obligado de los creyentes, quienes no cejaban en estar por unos instantes cerca de Dios.

Tal fue la concurrencia de aquel día, que mucha gente a pesar de llegar diez minutos antes, tuvo que apreciar la palabra del Evangelio de pie o en las puertas de la iglesia. Como nunca, la comunidad se daba cita en la casa del Señor.

Cuando el párroco les dio la bienvenida a los feligreses, se sintió un leve temblor, el que pasó a ser una anécdota más de aquella “oscilante” semana, por lo que no representó mayor preocupación para los creyentes, salvo un par de niños que se asustaron y comenzaron a llorar, aunque rápidamente las madres los hicieron callar, prometiéndoles comprar una paleta de dulce a lo que terminara la misa.

Poco a poco se sintieron más temblores, aunque la persistencia de éstos a través de los días previos, no permitía dimensionar lo que se avecinaba. Como dijimos anteriormente, aquel centro religioso nunca había visto tanta gente como ese día.

Muchos de los asistentes había llegado para conmemorar a la Virgen de la Inmaculada Concepción, para pedir por sus parientes enfermos, o simplemente para que les concediese salud y felicidad. No obstante, una cantidad considerable, para que los movimientos de la tierra experimentados en el último tiempo no produjesen una tragedia.

Eran las 19:25 de la tarde cuando un violento y ensordecedor ruido interrumpe la prédica del sacerdote que oficiaba la misa. Éste eso sí, venía acompañado por un violento sismo que con el pasar de los segundos se fue intensificando hasta alcanzar la terrorífica cifra de 8.6 grados Richter. En Chile por primera vez se producía un terremoto de esas características y aquella cifra consolidaba a esta parte del mundo como una de las más vulnerables a los movimientos telúricos. Valparaíso, el puerto vecino, se izaba como el epicentro de la catástrofe.

El escenario era dantesco, los cientos de fieles que habían llegado con sus mejores prendas hasta veinte minutos antes de que se iniciaran los oficios, y que ocupaban los primeros asientos, sólo observaban a un mar de gente antes que ellos que se pisaban unos a otros intentando salir.

La masiva concurrencia a la misa dominical vespertina había hecho estragos. Quienes se encontraban de pie, bloquearon las dos enormes puertas de madera que separaban la iglesia de la calle y por ende a las personas que intentaron en vano escapar de los derrumbes que se podían percibir ya por la fuerza del sismo.

Innumerables imágenes, cuadros, candelabros y luces cayeron sobre los desesperados feligreses que morían aplastados por quienes trataban con desesperación salir a como diese lugar de la casa de Dios.

El terror paradójicamente había llegado hasta el mismo hogar del Señor y no había tenido contemplación con nadie. No importaba si eran mujeres, niños, ancianos o simplemente individuos que había llegado hasta el sitio a orar o agradecer por algún favor concedido.

Niños aplastados por largos bancos de madera yacían inconscientes ante el pavor de sus padres, que nada podían hacer para salvarlos, porque la avalancha humana era más poderosa que la posibilidad de prestarles ayuda.

Cientos de cuerpos estaban completamente destrozados y cercenados por los contundentes elementos que se desprendieron desde el techo y de las paredes de aquella añosa iglesia. No hubo oportunidad de salir, no hubo oportunidad de sobrevivir.

Según los datos de la época más de 150 personas perdieron la vida y tan sólo unas 30 tuvieron la chance de contarle esta terrorífica experiencia a sus familiares. Nunca en San Antonio había muerto tanta gente como esa vez. Aquel día, la vida se había enemistado con nuestro puerto.


CONSTRUCCIÓN DE ESCUELA 1

A pesar de lo difícil que era olvidar y sobrellevar el dolor por aquella tragedia, las autoridades de aquellos años decidieron construir sobre los escombros de la iglesia, una escuela, la que albergara a una cantidad importante de niños que recibirían instrucción, de acuerdo a los nuevos planes educativos que se estimaban por el Gobierno Central.

Así se edificaron las nuevas instalaciones de un complejo educativo que se pasó a llamar Escuela 1, la que recibió a miles de niños de San Antonio. A la inauguración de esta escuela años después del terremoto de 1906, asistió hasta el Presidente de la República de ese entonces, don Pedro Montt Montt.

Con el correr de los meses y ya plenamente en funcionamiento, se echó a correr el rumor que algo ocurría en el subterráneo del centro educativo. Profesores y apoderados adujeron que se trataba de la imaginación de los niños, quienes en varias ocasiones les habían dicho que se escuchaban ruidos extraños.

Cada vez eran más los alumnos y hasta profesores que llegaron a escuchar sollozos de guaguas, gritos desgarradores de hombres y terroríficas súplicas de madres buscando a sus hijos. El subterráneo de la Escuela 1, y en el que se realizaban clases normales, pasó a ser un lugar tabú para muchos y un castigo ejemplificador para los desordenados.

El pavor se acrecentó con los años, pues los ruidos no cesaban y las experiencias de algunos estudiantes daban crédito que algo ocurría. Muchos profesores se negaron por años a hacer clases en dicho sector, por las inclementes voces que distorsionaban el ambiente.

Pero, ¿desde dónde provenían esos gritos? La respuesta fue un dilema muy difícil de dilucidar, aunque cuando un profesor de historia les contó a un grupo de alumnos que antes en esos mismos terrenos había existido una iglesia que había sucumbido ante un fuerte movimiento sísmico y que había perecido cientos de personas, la respuesta no tuvo más disyuntivas.

A lo largo de las generaciones, cada curso que pasó por aquellas aulas del subterráneo estuvo en contacto con las voces que le imprimieron un dejo de misticismo a aquella escuela.

Con la implementación de nuevas y modernas obras, la Escuela 1 dejó de funcionar y aquel mito de las voces se perpetuó en nuestra ciudad. Varias fueron las generaciones que escucharon a diario a bebés sollozando sin cesar, a niños buscando a sus mamás y a personas adultas rogando por ayuda.

Hoy, la estructura física de la Escuela 1 sigue allí y al parecer también las tenebrosas y escalofriantes voces que acompañaron a este centro educacional desde su construcción, pasando por sus años dorados y hasta ahora que ya no presta servicio.

La Escuela 1 ya no existe y es sólo un hermoso recuerdo para aquellos que tuvieron la oportunidad de estudiar allí, pero el súplico y el ruego de las personas que yacen enterradas bajo esas toneladas de concreto parece no difuminarse.

jueves, 4 de octubre de 2007

Lestat el Vampiro: una razón de sobra para cuidarse de las criaturas de la noche


La eterna discusión acerca de que si las películas que se basan en un libro alcanzan la esencia, la fuerza o el impacto de estos últimos es casi tan veja como el hilo negro. Lo importante no es ponerlos en una balaza y decidir por uno, sino que disfrutar dos artes total y absolutamente diferentes que pueden, según el interés del individuo, complementarse a la perfección.

Pero la cita que convoca acá no es para hablar de un filme que haya tenido como argumento central el título de una novela, un cuento o un poema, sino que directamente comentar un gran libro que es Lestat El Vampiro de la escritora estadounidense Anne Rice (The Vampire Lestat).

Para quienes conocen a Anne Rice deben estar seguros que no existe nadie más en el planeta que haya basado su carrera literaria en retratar, revisionar o simplemente contar las anécdotas más impactantes e intrigantes de los seres succionadores de sangre.

Así, su trilogía denominada Crónicas Vampíricas comienza en 1976 con la publicación de Entrevista con el Vampiro (The Interview with The Vampire), continúa con Lestat El Vampiro (The Vampire Lestat) en 1985 y finaliza en 1988 con La Reina de los Condenados (The Queen of Damned).

Según el ordenamiento temporal se debería partir por la primera entrega, Entrevista con el Vampiro, pero he decidido comenzar por la segunda por un aspecto de comprensión histórica y narrativa del resto de los libros.

Lestat el Vampiro explica muy bien los inicios de Lestat de Lioncourt, un noble francés de fines del siglo XVIII que lucha contra los cambios que se avecinan en su país(revolución contra la monarquía absoluta de Luis XVI) y especialmente con los miedos, desafíos y letargos que le significa su existencia en su natal ciudad de la Auvernia.

Eso sí, el texto comienza dos siglos después, en la plena ciudad cosmopolita de San Francisco, en Estados Unidos, donde Lestat después de dormir por algunos años alimentándose de ratas de alcantarilla, despierta con los acordes y sonidos metálicos de una banda llamada La Noche Libre de Satán. Allí la trama se vuelve imprescindible y adictiva, pues de un momento a otro, cuando uno se imagina un escenario lleno de luces, fuegos artificiales y riffs, la historia nos traslada a finales del año 1700.

La Auvernia, el pequeño poblado donde vive Lestat junto a sus padres y hermanos es azotada por una manada de lobos que atemoriza a los campesinos del lugar. Como no existe nadie quien pueda hacerles frente, Lestat, un noble empobrecido, sin educación y con escasas posibilidades de desarrollar labores fuera de su palacio, se encamina a darle muerte a los lobos y salvar a su poblado.

Sin temer a la muerte, considerando sus pocas ganas de vivir por la simpleza de su existencia, sube a la montaña nevada. Después de una dura pelea, logra vencer a más de diez lobos quienes lo habían acorralado y dado muerte a sus dos perros mastines a quienes había criado desde su niñez.

El hito lo posiciona como héroe local, siendo reconocido por los incipientes burgueses, quienes en ese periodo ya luchaban por la supremacía del poder con la nobleza a la que pertenecía este joven de 20 años e hijo menor del Marqués d´ Auvernia.

Sin embargo, Lestat entiende que la trivialidad de su vida no se acaba con su figuración pública, además que ve con dolor cómo su madre, Gabrielle, comienza con el deterioro de su salud, su padre ciego cada día está más limitado y sus hermanos le hacen la vida imposible. Ello lo hace cambiar radicalmente su vida. Su próximo destino: París.

Su travesía antes de arribar a la ciudad luz se ve empañada por sus frustrados deseos de ser parte de algunas compañías italianas itinerantes de teatro que visitaban la Auvernia, pero que su familia le impide formar parte.

La decisión de irse de la comarca agrícola ya estaba tomada por parte de Lestat, sólo le bastaba un apoyo que, no obstante, jamás encontraría en miembros de su familia o entorno de clase. Es por ello que en una celebración en la plaza del pueblo recobra la amistad con el hijo de un acaudalado burgués, Nicolas de Lenfente.

Juntos emprenden un viaje sin retorno de su poblado natal. En París, la vida les da una oportunidad inmejorable: para Lestat trabajar en lo que tanto había deseado: como actor, en tanto Nicolas desarrollando su actividad favorita: interpretando piezas de Wolfgang Amadeus Mozart en su violín. Ambos en el Boulevard du Temple.

Los meses transcurren y por fin este empobrecido noble logra cierta estabilidad económica que le permite enviar sumas de dinero y cartas a su madre en la Auvernia. Pero habrá un vuelco que trastocará esta tranquilidad y que tendrá irreparables consecuencias en la vida de nuestro protagonista.

Como cada noche el espectáculo en el Boulevard du Temple transcurría con gran efervescencia para el público y con gran adrenalina para los artistas, especialmente para Lelio, el personaje que Lestat interpretaba en el montaje. Eso sí, había un condimento que alteraría dicho estado: la presencia de un misterioso hombre, quien durante varias noches se sentaba en el mismo lugar y llegaba a la misma hora para ver la misma presentación de la compañía.

Una noche cuando Lestat y Nicolas dormían en un lugar cercano al teatro, este ser despertó a Lestat y con una fuerza inusitada lo llevó al exterior de la pieza, convulsionado por el hecho, Lestat apenas podía zafarse de los brazos de un anciano canoso que no lo soltaría por esa noche.

Aún atado a las manos del viejo, éste lo condujo a un antiguo palacio donde le reveló su más íntimo secreto: ser miembro del mundo de las Tinieblas. La vida de Lestat jamás volvió a ser la misma luego que Magnus, el ente que lo había secuestrado, lo convirtiera en vampiro una vez que le dio de beber su sangre.

Tras ese paso desde la vida mortal a la de una donde nunca dejaría de existir, el joven de largos cabellos rubios de la Auvernia tuvo que dejar su pasado atrás y volcarse a adquirir los conocimientos, experiencias y costumbres de los seres de la noche. Para ello era necesario no volver nunca más al Boulevard du Temple, dejar de ver a su familia del poblado local y a su gran amigo Nicolas.

Fue duro para Lestat, sin embargo, debido a su contacto con Magnus, logró hacerse de una riqueza que ni en el mejor de sus sueño había imaginado. Con ello siguió ayudando a los artistas de la compañía pagándole las deudas que mantenían y posteriormente comprándoles el terreno donde emplazarían el Theatre des Vampires; le regaló un stradivarius a Nicolas y le envió dinero a su familia empobrecida.

Desde el momento en que entró al mundo de las Tinieblas, Lestat no sólo sería testigo de los cambios de su fisonomía, sino que de la forma de relacionarse y comunicarse con los demás. No sólo ya no se alimentaría de carne o papas, sino que sólo de sangre humana. No sólo tendría la fuerza de tres hombres juntos, sino que podría leer la mente de los demás. Cambios a los que el joven principiante de vampiro debió acostumbrarse, quisiese o no.

Sin embargo, una vez que su madre, enferma de tuberculosis, llega hasta París para despedirse de su hijo, Lestat debe tomar por primera vez la difícil decisión de dejarla morir o iniciarla en el Don Oscuro para darle la inmortalidad. Lo mismo le sucederá con Nicolas. Debido al amor que le profesaba, a ambos los convierte en criaturas de la noche

Dentro de la comunidad vampira existe un gran respeto por los antiguos seres que gobernaban a los actuales chupasangres. Prueba de ello fue la admiración que el propio Magnus le provocaba su creador Armand,

Pero para Lestat una vez que conoció a Armand, no le pareció más que un anticuado líder del aquellare parisino que por sobretodo aplacaba cualquier intento por modernizar la comunidad o seguir adquiriendo conocimiento. Es por esa razón que ambos entran en una dura disputa.

El ánimo de Lestat también estaba inspirado en poder conocer a las antiguas deidades vampiras que habitaban tierras lejanas. Fue así como durante largo tiempo se dedicó a buscar a Marius, el ente que había creado a Armand, pues había algo que le atraía de él. Para ello viajó a Egipto donde por fin se pudo comunicar con él, luego de dejarle mensajes en rocas por varios países.

Fue allí donde se dará cuenta que hace un par de siglos la raza vampira estuvo a punto de extinguirse luego de que inescrupulosos entes de la noche trataran de exponer al sol y posterioemente quemar a Los Que Deben Ser Guardados, o sea El Padre y la Madre. En mejores palabras, Enkil y Akasha, los máximos representantes de los bebedores de sangre. Los dioses egipcios de los vampiros.

Novela maravillosa, oscura, potente y por sobretodo muy detallada de la vida del joven Lestat, el ser que le da la vida a Louis, el hacendado de Nueva Orleáns que marca la trama de Entrevista con el Vampiro.

Texto con 797 páginas donde cada capítulo logra establecer una conexión precisa con la historia que teje Anne Rice. Recomendado para todos los amantes de las crónicas vampirescas y también muy interesante para aquellos que se inician en la lectura de terror. Y por sobretodo un argumento esencial para cuidarse de las criaturas que vagan sigilosamente por las frías y oscuras noches del siglo XXI.

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