viernes, 5 de octubre de 2007

Las súplicas y gritos que aún retuercen los pasillos de la ex Escuela 1 de San Antonio


En los albores del siglo XX, Chile se regocijaba por los excedentes del salitre y su crecimiento era superior al de cualquiera de sus vecinos sudamericanos. San Antonio, un pequeño aunque productivo puerto de la Zona Central del país, comenzaba a percibir la atención de todos aquellos navegantes que por una u otra razón recalaban en un pequeño terminal portuario que, dentro de sus ventajas, contaba con estar a sólo tres días de la capital, Santiago.

Superada la violenta Revolución de 1891 y que había terminado violentamente con el periodo presidencial de José Manuel Balmaceda, la nación poco a poco recobraba su tranquilidad y entraba a un periodo político más calmo, aunque no por ello menos conflictivo y complejo.

La población sanantonina veía cómo día a día se sumaba a su fauna parroquiana cientos de extranjeros que, atraídos por las extensas praderas y el verdor de los cerros, hacía suya una morada a pasos del Océano Pacífico.

Cada domingo albergaba las más tradicionales prácticas de la época, como pasear por la Plaza de Armas, comprar en algún emporio para preparar el almuerzo con los amigos o visitar obligadamente la botica cuando uno de los niños de la casa se veía afiebrado.

San Antonio sonreía al paso del progreso de Chile y de una ciudad que a instancias del puerto, sabía que no tardarían en llegar los días en que se acortarían las brechas con los grandes centros urbanos como Santiago o Valparaíso.

Sin embargo, la naturaleza –quizás celosa de esa prosperidad o queriendo decirnos que los humanos no tenemos la capacidad para desafiarla- tramaba un golpe mortal contra nuestra ciudad, la que si bien no fue la más perjudicada, pasará a la posteridad como una de las más significativas por la tragedia que la azotó.

Los sanantoninos despertaron repentinamente la madrugada del lunes 10 de agosto de 1906. Un fuerte movimiento perturbó el sueño de las casi 9 mil personas que habitaban la ciudad. No hubo mayores daños, pero el susto hizo impacientar a quienes valoraban la tranquilidad de una zona extensa en playas y abundante en vegetación.

Durante la jornada laboral de la semana que se iniciaba, se volvieron a sentir ciertas oscilaciones terrestres, las que no dejaban de ser un aviso y permitían intuir que algo asomaba como peligroso. Así continuó el martes, el miércoles y el resto de la semana. Pequeños movimientos telúricos que con el pasar de los días fue aminorando la capacidad de asombro de los habitantes de San Antonio. Para ellos, no era más que “temblorcitos” inocuos.

El domingo 16 de agosto de 1906, todo San Antonio despertó radiante, con un sol que invitaba a salir de las casas y a visitar los sectores cercanos al muelle de pescadores. El peregrinar de los sanantoninos era libre hasta que al mediodía en punto, había una cita inexorable con la fe. La misa dominical vespertina era un compromiso inalterable que ningún parroquiano siquiera pensaba en desobedecer. Familias completas llegaron hasta la iglesia principal de nuestra ciudad, la que si bien no era de las dimensiones de las apoteósicas catedrales santiaguinas o porteñas, era un centro de reunión obligado de los creyentes, quienes no cejaban en estar por unos instantes cerca de Dios.

Tal fue la concurrencia de aquel día, que mucha gente a pesar de llegar diez minutos antes, tuvo que apreciar la palabra del Evangelio de pie o en las puertas de la iglesia. Como nunca, la comunidad se daba cita en la casa del Señor.

Cuando el párroco les dio la bienvenida a los feligreses, se sintió un leve temblor, el que pasó a ser una anécdota más de aquella “oscilante” semana, por lo que no representó mayor preocupación para los creyentes, salvo un par de niños que se asustaron y comenzaron a llorar, aunque rápidamente las madres los hicieron callar, prometiéndoles comprar una paleta de dulce a lo que terminara la misa.

Poco a poco se sintieron más temblores, aunque la persistencia de éstos a través de los días previos, no permitía dimensionar lo que se avecinaba. Como dijimos anteriormente, aquel centro religioso nunca había visto tanta gente como ese día.

Muchos de los asistentes había llegado para conmemorar a la Virgen de la Inmaculada Concepción, para pedir por sus parientes enfermos, o simplemente para que les concediese salud y felicidad. No obstante, una cantidad considerable, para que los movimientos de la tierra experimentados en el último tiempo no produjesen una tragedia.

Eran las 19:25 de la tarde cuando un violento y ensordecedor ruido interrumpe la prédica del sacerdote que oficiaba la misa. Éste eso sí, venía acompañado por un violento sismo que con el pasar de los segundos se fue intensificando hasta alcanzar la terrorífica cifra de 8.6 grados Richter. En Chile por primera vez se producía un terremoto de esas características y aquella cifra consolidaba a esta parte del mundo como una de las más vulnerables a los movimientos telúricos. Valparaíso, el puerto vecino, se izaba como el epicentro de la catástrofe.

El escenario era dantesco, los cientos de fieles que habían llegado con sus mejores prendas hasta veinte minutos antes de que se iniciaran los oficios, y que ocupaban los primeros asientos, sólo observaban a un mar de gente antes que ellos que se pisaban unos a otros intentando salir.

La masiva concurrencia a la misa dominical vespertina había hecho estragos. Quienes se encontraban de pie, bloquearon las dos enormes puertas de madera que separaban la iglesia de la calle y por ende a las personas que intentaron en vano escapar de los derrumbes que se podían percibir ya por la fuerza del sismo.

Innumerables imágenes, cuadros, candelabros y luces cayeron sobre los desesperados feligreses que morían aplastados por quienes trataban con desesperación salir a como diese lugar de la casa de Dios.

El terror paradójicamente había llegado hasta el mismo hogar del Señor y no había tenido contemplación con nadie. No importaba si eran mujeres, niños, ancianos o simplemente individuos que había llegado hasta el sitio a orar o agradecer por algún favor concedido.

Niños aplastados por largos bancos de madera yacían inconscientes ante el pavor de sus padres, que nada podían hacer para salvarlos, porque la avalancha humana era más poderosa que la posibilidad de prestarles ayuda.

Cientos de cuerpos estaban completamente destrozados y cercenados por los contundentes elementos que se desprendieron desde el techo y de las paredes de aquella añosa iglesia. No hubo oportunidad de salir, no hubo oportunidad de sobrevivir.

Según los datos de la época más de 150 personas perdieron la vida y tan sólo unas 30 tuvieron la chance de contarle esta terrorífica experiencia a sus familiares. Nunca en San Antonio había muerto tanta gente como esa vez. Aquel día, la vida se había enemistado con nuestro puerto.


CONSTRUCCIÓN DE ESCUELA 1

A pesar de lo difícil que era olvidar y sobrellevar el dolor por aquella tragedia, las autoridades de aquellos años decidieron construir sobre los escombros de la iglesia, una escuela, la que albergara a una cantidad importante de niños que recibirían instrucción, de acuerdo a los nuevos planes educativos que se estimaban por el Gobierno Central.

Así se edificaron las nuevas instalaciones de un complejo educativo que se pasó a llamar Escuela 1, la que recibió a miles de niños de San Antonio. A la inauguración de esta escuela años después del terremoto de 1906, asistió hasta el Presidente de la República de ese entonces, don Pedro Montt Montt.

Con el correr de los meses y ya plenamente en funcionamiento, se echó a correr el rumor que algo ocurría en el subterráneo del centro educativo. Profesores y apoderados adujeron que se trataba de la imaginación de los niños, quienes en varias ocasiones les habían dicho que se escuchaban ruidos extraños.

Cada vez eran más los alumnos y hasta profesores que llegaron a escuchar sollozos de guaguas, gritos desgarradores de hombres y terroríficas súplicas de madres buscando a sus hijos. El subterráneo de la Escuela 1, y en el que se realizaban clases normales, pasó a ser un lugar tabú para muchos y un castigo ejemplificador para los desordenados.

El pavor se acrecentó con los años, pues los ruidos no cesaban y las experiencias de algunos estudiantes daban crédito que algo ocurría. Muchos profesores se negaron por años a hacer clases en dicho sector, por las inclementes voces que distorsionaban el ambiente.

Pero, ¿desde dónde provenían esos gritos? La respuesta fue un dilema muy difícil de dilucidar, aunque cuando un profesor de historia les contó a un grupo de alumnos que antes en esos mismos terrenos había existido una iglesia que había sucumbido ante un fuerte movimiento sísmico y que había perecido cientos de personas, la respuesta no tuvo más disyuntivas.

A lo largo de las generaciones, cada curso que pasó por aquellas aulas del subterráneo estuvo en contacto con las voces que le imprimieron un dejo de misticismo a aquella escuela.

Con la implementación de nuevas y modernas obras, la Escuela 1 dejó de funcionar y aquel mito de las voces se perpetuó en nuestra ciudad. Varias fueron las generaciones que escucharon a diario a bebés sollozando sin cesar, a niños buscando a sus mamás y a personas adultas rogando por ayuda.

Hoy, la estructura física de la Escuela 1 sigue allí y al parecer también las tenebrosas y escalofriantes voces que acompañaron a este centro educacional desde su construcción, pasando por sus años dorados y hasta ahora que ya no presta servicio.

La Escuela 1 ya no existe y es sólo un hermoso recuerdo para aquellos que tuvieron la oportunidad de estudiar allí, pero el súplico y el ruego de las personas que yacen enterradas bajo esas toneladas de concreto parece no difuminarse.

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